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Fr. Luigi Di Palma OFMCap

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Capitulo XI de las Constituciones

Nuestra Vida de Castidad Consagrada

por Fr. Luigi Di Palma OFMCap

La castidad consagrada es anuncio y testimonio de que solo la riqueza del amor de Dios es capaz de llenar la pobreza del corazón del hombre, correspondiendo así a su profundo anhelo de plenitud y alegría. Cristo Jesús ha llevado a cabo esta posibilidad asumiendo con su Encarnación la naturaleza humana y haciéndola partícipe del don supremo del Espíritu Santo a través de su muerte y resurrección.

El consagrado está llamado, a través del consejo evangélico de la castidad, a afirmar con la intensidad y la totalidad de su vida que no hay amor más grande que este: el amor que brota del corazón mismo de la Trinidad para unir indisolublemente el hombre a Dios y devolverlo a la vida, de modo que ese amor recibido del Padre se traduce en amor sin medida por los hermanos.

San Francisco, pobre y humilde de corazón como Cristo, consideró la castidad como una condición de transparencia interior para llegar a “ver a Dios” y extender a todas las criaturas el vínculo universal de la fraternidad y la paz, evitando así cualquier espíritu de apropiación egoísta de los afectos y la voluntad.

El presente estudio sobre el Capítulo XI de las Constituciones de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, Nuestra Vida de Castidad Consagrada (cf. Const. 169-174), representa una oportunidad para considerar cuánto una vida de castidad equilibrada, libre y fecunda hace posible al hermano menor manifestar el poder transfigurador del amor de Dios; y, por otro lado, cómo solo la gracia del Espíritu Santo puede generar a través de él, mediante la castidad, relaciones de profunda comunión fraterna y gestos de intensa y generosa caridad.

1. El don de la castidad consagrada

La elección de la castidad consagrada representa un don especial (carisma) de Dios, concedido a algunos por gracia del Espíritu Santo (cf. Const. 169.1). Este se conserva desde el inicio en las profundidades de la vida bautismal y emerge con evidencia particular en el momento que se delinea el llamado a la consagración[1].

De hecho, se puede decir que el deseo de vivir la castidad es, de alguna manera, un signo claro de la vocación de seguir a Cristo: aquello que más adecuadamente manifiesta la naturaleza misma de la vida religiosa, marcada precisamente por la experiencia del amor de Dios[2]. Por lo tanto, en ningún caso tal deseo puede depender únicamente de la voluntad humana, sino cuando este se transforma a su vez en una respuesta libre a la llamada recibida.

Para quien está llamado a la consagración, el amor de Dios se manifiesta como algo que supera “otros amores” y no se desea hacer otra cosa más que vivirlo. Este amor se convierte en el único capaz de dar un sentido completo y una fuerza impulsora a la existencia. Coincide con el Reino de Dios (cf. Mc 1, 15): por esta razón, quien elige la castidad anuncia la cercanía de Dios a los hombres manifestándose misericordiosamente hacia ellos, especialmente a los más pequeños[3].

En cuanto a su origen, el don de la castidad brota fundamentalmente del amor trinitario que une el Padre al Hijo en el Espíritu Santo (cf. Const. 169,2) y, por lo tanto, ese mismo amor se comparte con el hombre para que pueda ser introducido – por mediación del Hijo – en el círculo de la intimidad divina, caracterizado por la condescendencia de parte del Padre y la correspondencia de parte de la criatura.

Debido a la experiencia íntima de conocimiento, comunión y participación en el amor trinitario, la castidad se convierte en transparencia de este amor que, de don recibido (carisma), se convierte en don restituido a su donante (virtud) a través de una sensible y generosa dedicación al bien humano y espiritualidad de los hermanos (cf. Const. 169,2). De hecho, si no se establece una relación directa y cercana con la caridad, no es posible comprender el significado ni la función de este consejo evangélico a través del cual el afecto y la sexualidad, bien integrados y orientados, contribuyen a asumir y traducir de manera concreta el don de la caridad en relaciones de comunión y solidaridad, venciendo toda forma de prevaricación y privilegio propio[4].

Así, quien es llamado a la castidad consagrada vive constantemente bajo la influencia de la belleza divina (cf. Const. 169,3), que consiste precisamente en la participación en el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo como fuente de admiración, alegría, satisfacción del corazón y deseo de anunciar la benevolencia de Dios a los hombres[5].

Sentirse, pues, atraído por la belleza divina, en virtud del Espíritu Santo, significa en concreto estar fascinado por la persona y la vida misma de Cristo con quien el consagrado tiene la intención de configurarse poniendo – como el Hijo – la voluntad del Padre por encima de cualquier otra voluntad, cooperando así en la venida del Reino futuro (cf. Const. 169,4). Es precisamente esta intención la que dispone el corazón para acoger el amor de Dios en el llamado a la castidad, como un don “exclusivo” de Cristo Esposo (cf. Jn 15, 16), para luego extenderlo en la Iglesia como un compromiso “universal” en favor de la salvación de todo hombre y mujer (cf Mt 19,21)[6].

La persona y la vida del unigénito Hijo de Dios representan, por lo tanto, el modelo al que el consagrado hace referencia y la fuente de gracia a la que recurre en la vivencia de la castidad de acuerdo con las enseñanzas del Evangelio. Jesucristo hizo de su elección de vivir castamente una nueva forma de establecer la comunión filial con el Padre, la relación fraterna con los hombres y el servicio totalmente dedicado al bien del mundo[7].

La asunción de la naturaleza humana por parte del Verbo, en vista del sacrificio supremo de su vida, está ya simbólicamente contenida en la decisión que Jesús de Nazaret tomó al querer vivir la castidad como una disponibilidad plena al amor de Dios por los hombres: un amor que, a través de la ofrenda total de sí mismo, manifiesta la victoria del Espíritu sobre la relatividad e inconsistencia de las realidades humanas sujetas al dominio del mal, del pecado y de la muerte[8].

Es en este sentido que la elección de la castidad constituye un vínculo esencial para poder, con un corazón indiviso, amar a Dios y en él a los hermanos (cf. Const. 169.5). No es una simple renuncia a la vida afectiva y sexual o al matrimonio, sino que es una manifestación del amor de Cristo, formado de soledad y oblación. Este amor tiende a ser grandioso porque es totalmente libre, gratuito y generoso y tiene en sí la fuerza para promover la comunión y la caridad, en vista del logro seguro y pleno de los bienes de justicia, hermandad y paz que serán una parte integral del mundo futuro. Por este motivo, la vida de castidad, considerada en su capacidad de transfigurar las relaciones fraternas de los consagrados en virtud del amor de Dios, contiene en sí una fuerte carga de testimonio profético y compromiso misionero (cf. Const. 169,6).

En efecto, Jesucristo vivió la castidad para amar profundamente a Dios como Padre y a los hombres como hermanos (especialmente a los pobres, sufrientes, marginados, oprimidos, pecadores), asumiendo la comunidad como su verdadera familia y enseñando a sus discípulos a hacer lo mismo que él (cf. Mt 23,9), superando la lógica del poder para afirmar la del servicio[9].

Por lo tanto, aquel quien elige vivir la castidad consagrada ha sido conquistado por el amor de Cristo y ha creado con él un profundo vínculo de identificación y unión, haciendo surgir fuertemente el deseo de pertenecerle en modo exclusivo y total para participar con él en la misión del Reino, particularmente a través del testimonio de un amor ofrecido a todos. Unirse a Cristo y luego seguirlo con un corazón indiviso se convierte al fin en la exigencia fundamental e irrenunciable que impregna en su totalidad y profundidad la existencia del consagrado. Es debido a este vínculo que el don de la castidad, una vez recibido, debe transformarse necesariamente en un permanente y fructífero compromiso de vida (cf. Const. 170,1)[10].

Así como las formas de amor humano - corporal, social y espiritual - se conectan entre sí y en la vida de las personas de acuerdo a una “pertenencia” mutua (por lo cual una hace uso de la otra y la sostiene), esta pertenencia se extiende en términos de amor también a la relación entre el hombre y Dios: en lenguaje bíblico ella está bien representada por el término “esponsalidad”[11].

Quien se une a otra persona en el matrimonio revela la centralidad de la otra para trascender en el amor. En esta relación, la afectividad y la sexualidad actúan conjuntamente para expresar la capacidad de amar y promover la vida en un sentido natural y humano. Por otro lado, aquel que eligiendo la castidad consagrada se une a Dios en Cristo, revela la centralidad de la relación con él para trascender en el amor, pero supera cualquier referencia humana particular y anticipa en el tiempo la condición de quién será completamente él mismo en la transfiguración final. En esta relación, la afectividad y la sexualidad no actúan conjuntamente en la expresión de la capacidad de amar y de promover la vida en un sentido humano y más propiamente espiritual[12], sino que se someten al valor, a las condiciones y a los términos del llamado a la consagración.

En la persona y en la vida de Cristo, la “esponsalidad”, precisamente mediante la castidad, es en virtud del Espíritu Santo una “pertenencia” perfecta a Dios y a los hombres. Esta pertenencia es experimentada por él como un vínculo exclusivo, indisoluble, apasionado, generoso y fiel con la voluntad y el amor de Dios de donde se origina y al que retornan todos sus sentimientos, deseos, relaciones, adhesiones y ofrendas[13]. El consagrado vive bajo el reflejo de esta pertenencia conyugal que, en virtud de Cristo, representa una gracia y al mismo tiempo un compromiso incesante de corresponderle.

Sin estas motivaciones fundamentales de fe, la castidad se ve privada de su significado más profundo y de su fuerza ideal para ayudar a edificar el Reino; y el consagrado no podría soportar sus exigencias.

2. La dimensión afectiva y sexual en la castidad consagrada.

En la vida del consagrado, la afectividad y la sexualidad permanecen: la primera como una capacidad de amar y ser amado y la segunda como una expresión de la identidad masculina o femenina que tiende a la complementariedad, que no debe considerarse solamente en relación a la genitalidad.

En todo esto, el consagrado debe orientar afectividad y sexualidad de la manera correcta, tanto hacia la más amplia apertura hacia las personas, como simultáneamente hacia la serena aceptación de esa soledad que conlleva en cierta manera la castidad. Los problemas de una castidad mal vivida comienzan primero por la dificultad de orientarse en este sentido[14].

Además, la afectividad y la sexualidad, aunque permanecen estrechamente unidas entre sí, de alguna manera deben ser mutuamente conciliadas y orientadas. Por lo tanto, asegurarse, por ejemplo, que el consagrado pueda expresar su afecto hacia sus hermanos con la familiaridad, apertura y cercanía de la que es capaz; que pueda beneficiarse de un ambiente de relaciones comunitarias caracterizadas por la hospitalidad, la estima, la comprensión, la benevolencia; que pueda disfrutar de una rica experiencia espiritual, dedicarse a actividades acordes con su sensibilidad y habilidad, etc. todo ello ciertamente favorece a un equilibrio adecuado tanto en relación con la propia dimensión afectiva como en las relaciones con los demás y en las exigencias de la elección realizada, de acuerdo con los objetivos y compromisos que se derivan de ella.

Todo esto tiene además una influencia positiva en el manejo de la sexualidad que, en caso contrario, puede volver a emerger de manera persistente para colmar el aislamiento y compensar la insatisfacción personal a través de las gratificaciones que le son propias.

Ahora pues, hecha esta premisa, profundicemos mejor en qué son la afectividad y la sexualidad.

La afectividad es la capacidad de “sentir afecto”, es decir, percibir un sentimiento de adhesión a alguien (o algo), hasta el punto de establecer y mantener con ellos un vínculo de benevolencia, amistad, posiblemente de amor mutuo. Este vínculo puede volverse tan significativo e intenso que constituye una razón para enriquecer y realizar la propia vida[15].

Cuando la afectividad es madura - en cualquier tipo de ambiente social (familia, amigos, parejas) -, ella permite a la persona crear una relación caracterizada por la sinceridad, la confianza, el respeto, la sensibilidad, la libertad, la gratuidad, la generosidad y la fidelidad al valor de la presencia del otro, evitando someterlo de manera posesiva e instrumental a sus propias necesidades e intenciones. Por lo tanto, se puede decir que una afectividad madura es aquella que permite una relación de verdadera comunión y participación entre las personas, pero siempre en el respeto de las libertades mutuas. De lo contrario, la afectividad adquiere un carácter problemático: tanto cuando tiende a ser demasiado posesiva, negando la libertad del otro, como cuando tiende a ser demasiado distante, evitando que se forme un vínculo verdadero.

Por su naturaleza, la afectividad se caracteriza por un movimiento circular de “dar” y “recibir” por el cual, cuando el afecto se transfiere adecuadamente al otro, esto genera un retorno para beneficio y enriquecimiento de la propia identidad[16].

El consagrado necesita mantenerse y alimentarse adecuadamente desde un punto de vista emocional, sirviéndose de la variedad de relaciones que forman parte de su vida.

Un tipo de relación, por ejemplo, está representada por aquella con la familia de origen, que sigue siendo la base del desarrollo del sentido de identidad y de toda la personalidad; el ambiente en el cual cada uno recibió el primer conocimiento de lo que es la verdad y el bien; el lugar donde vivió las primeras experiencias importantes del amor dado y recibido, así como la fe orada y testimoniada. Incluso con el paso del tiempo, para el consagrado la familia de origen sigue siendo un recurso importante para recuperar sus raíces, el sentido de su historia de vida – especialmente en relación con el llamado de Dios –, el afecto y el apoyo de sus seres queridos a perseverar en la elección y el compromiso de la propia misión. Pero las cosas no siempre han ido en esta dirección.

No es pues secundario agregar que la familia natural representa, de cierta manera, un ejemplo al que la Iglesia y la vida comunitaria de los consagrados puede y debe referirse[17]: por ejemplo, un superior puede manifestar a los hermanos una verdadera paternidad cuando es capaz de dar orientación, apoyo y cuidado; o los hermanos ciertamente podrían compartir relaciones entre sí basados en la apertura, el diálogo, la benevolencia, sintiéndose interesados el uno por el otro. Por esta razón, la fraternidad puede y debe ser considerada justamente, en virtud del amor preferencial de Cristo por los suyos, como una “nueva familia” (cf. Const. 173,6).

Un segundo tipo de relación, que es afectivamente importante para el consagrado, es indudablemente aquella favorecida por la posibilidad de crear y mantener relaciones de amistad principalmente dentro de la propia fraternidad. En este caso, es necesario recordar que la vida de castidad, al tiempo que recibe apoyo en la vida comunitaria, está llamada a sostenerla mediante la creación de lazos lo más fraternos posible.

También es legítimo crear y mantener lazos de amistad con personas fuera de la esfera de la fraternidad, originados por la familiaridad humana, por compartir el mismo ideal y por la colaboración en la realización de actividades. Tal amistad se caracteriza por la apertura, el diálogo, el apoyo, pero también por la claridad, la prudencia, el rechazo del exclusivismo y la morbosidad[18]. Profundizaremos estos aspectos más adelante.

En relación con la sexualidad, la vida de castidad requiere enfrentar, con el uso de la razón y la voluntad, el continuo retorno de los impulsos sexuales que piden de manera apremiante ser satisfechos. Más aún, por su propia naturaleza, estos últimos no tienden fácilmente a aceptar las reflexiones de la razón y las prohibiciones de la voluntad – que de hecho podrían incluso fortalecerlos –: estos en cambio se dejan contener y orientar más dócilmente desde una perspectiva de valor, poniéndose de alguna manera al servicio de la comunión y la caridad; y asegurando en consecuencia al consagrado la posibilidad de ser una persona serena y llena de amor.

En el ejercicio de la castidad, la sexualidad no debe reducirse a la genitalidad, que es simplemente uno de sus componentes. La sexualidad tiene sus raíces en la biología y fisiología humana, pero representa una dimensión más amplia que identifica a la persona en su ser “masculino” o “femenino” (en la forma de percibir la realidad, de pensar, de sentir afectivamente, de querer, de mantener relaciones, de actuar, de vincularse a los valores, de vivir la religiosidad) y la empuja hacia la complementariedad con el otro.

En cuanto a la genitalidad y la procreación, la dimensión sexual no es algo de despreciar, mortificar, temer, sino más bien de ser debidamente aceptada y respetada. Un empeño excesivo y desequilibrado para tratar de frenar (mediante la continencia) el impulso sexual, en sus intentos apremiantes de ser satisfechos, puede conducir, en la vida religiosa como en la vida común, a diversos problemas[19].

Uno de ellos está representado por la represión forzada que consiste en el control, consciente pero fuertemente impuesto, del impulso sexual que tenderá a disminuir, saliendo del campo de la conciencia por un cierto tiempo (remoción) pero que no obstante retornará a través de la manifestación de tensiones internas no inmediatamente explicables: en realidad, estos son el resultado de un bloqueo forzado opuesto al impulso a un nivel inconsciente que se traduce en estados sintomáticos caracterizados por preocupación, angustia, obsesión, indecisión, sentimiento de culpa, irritabilidad, desánimo, etc.[20].

Otra forma de relación problemática con el impulso sexual está representada por la falsa sublimación, que consiste en asumir formas muy idealizadas, – y por lo tanto desencarnadas – que tienden hacia la rigidez, el perfeccionismo y el formalismo[21].

La vida de castidad considera la sexualidad no solo en términos de su integración con las otras dimensiones de la persona; sino también y sobre todo con el significado y el valor de la elección realizada. Por lo tanto, si bien el consagrado renuncia voluntariamente a la genitalidad y a la procreación, por otra parte atribuye a la sexualidad un carácter de fecundidad al sustentar el don libre y gratuito de un amor que debe generar en la caridad por el solo bien del prójimo. La integración de la sexualidad del consagrado en su elección de vida solo puede tener lugar sobre la base de una exitosa maduración psicológica sexual que conlleva: una aceptación adecuada de su condición sexual (identidad de género masculino o femenino) y lo que esta condición exige en términos de roles sociales (identidad de roles); una orientación heterosexual caracterizada por una adecuada conciencia y capacidad para manejar el impulso sexual al interno de la relación con el otro sexo; una capacidad de relacionarse con la propia sexualidad sin rigidez y sentido de frustración, sustentando la renuncia a la vida sexual más como una posibilidad que como una pérdida en vista de poder progresar en el amor oblativo.

En resumen, la sexualidad, integrada en la castidad, ayuda a dotar a la persona con una energía biofisiológica y psicológica que le ayuda a trascender, a ser productiva y creativa en vistas del servicio a los demás[22].

En todo esto, sin embargo, debe especificarse que la elección de la castidad consagrada - en su carácter de signo profético del Reino - no debe entenderse como una depreciación del significado y valor del matrimonio y la vida familiar, que también representan formas privilegiadas a través de las cuales el amor de Dios es acogido en su expresión más estrechamente natural y humana. En todo caso, la elección de la castidad debe considerarse complementaria a la del matrimonio y la familia, estableciendo con estas últimas una relación armoniosa y fructífera de colaboración (cf. Const. 173.7).

3. La castidad consagrada, significados y aspectos

Si tratamos de definir qué significa el término “castidad”, nos encontraremos con diferentes significados.

En sentido general, “castidad” significa principalmente autocontrol (“dominio”) sobre la esfera emocional y sexual, llegando a contener la satisfacción de los impulsos que se derivan de ella. Ahora, esta capacidad para controlar los impulsos afectivos-sexuales es, en primer lugar, una característica necesaria de la madurez humana de toda persona, que a través de ella debe tratar de superarse a sí misma y progresar hacia mayores márgenes de libertad con respecto a la fuerza de los impulsos y las necesidades primarias[23]. Por lo tanto, se puede decir que de alguna manera la castidad es una característica que se encuentra en el desarrollo afectivo y sexual natural de cada hombre y mujer. Así, estos últimos tienden a la madurez cuando se comprometen: a liberarse cada vez más del condicionamiento de los impulsos y las necesidades primarias que se cierran en la autorreferencia (egocentrismo); a cultivar las relaciones y el diálogo en señal de apertura a la intersubjetividad; a asumir la responsabilidad de las elecciones de la vida; a tolerar la carga de las dificultades y renuncias; a apoyar con atención y compromiso la condición del otro (alocentrismo).

También en sentido estrictamente espiritual y ascético, la castidad ha de considerarse ante todo como “autocontrol” (continencia) sobre la esfera afectivo-sexual de acuerdo con la condición específica o la elección de vida (conyugal, viudez, celibato, consagrada), de modo que la persona alcance la virtud relativa a su estado, es decir, una disposición estable y adecuada para lograr el bien en la forma y grado necesarios. En este sentido, en el desarrollo de la vida de castidad, es particularmente importante ejercer la templanza, como una función reguladora que le permite limitar las llamadas de placer y garantizar el control de la voluntad sobre los impulsos instintivos (cf. Const. 172,2): cosa que requiere vigilancia y rigor de vida porque, por su naturaleza intrínseca, estos impulsos poseen una fuerza de atracción considerable, debido al hecho de que están al servicio de la transmisión de la vida (cf. Const. 172,4).

Sin embargo, la castidad no se debe considerar simplemente como un carácter de la madurez humana ni solo como una actitud ascética espiritual. En realidad, puede considerarse una “forma de ser abierto”, ya que tiende a unificar a la persona en sí misma (corporeidad, instinto, placer, emoción, racionalidad, relación, afectividad, procreatividad, moralidad, religiosidad, etc.), para hacerla capaz. de relaciones profundas y significativas y para promoverla como agente transformador del mundo[24].

Esta consideración nos acerca ahora al significado que el término “castidad” asume con respecto a la vida consagrada.

Mientras tanto, vemos que en el lenguaje relacionado a la vida consagrada encontramos, junto con el de “castidad”, también los términos “celibato” y “virginidad”. Esto hace que sea necesario distinguir y aclarar el significado de estos últimos, que se utilizan indistintamente como sinónimos.

Los términos “celibato” y “virginidad” – utilizado el primero para hombres y el segundo para mujeres – generalmente designan la condición de aquellos que no están casados y que en realidad no practican su vida sexual por razones que, aunque no son siempre de carácter exclusivamente religioso (como la realización de ciertos valores humanos), aun así, no manifiestan desinterés ni dificultad en relación a la sexualidad y el matrimonio.

Además, mientras el término “celibato” indica más que nada una condición social, el de “virginidad”, tiene una connotación específicamente femenina, referido a la integridad física de la persona.

En cualquier caso, ya sea casada o soltera – en modo tal que practique o no la vida sexual – es importante que la persona crezca libremente en la capacidad de relacionarse con la masculinidad y la feminidad propia y ajena; de recibir amor y al mismo tiempo disponer de sus energías afectivas para amar al prójimo; de superar la tendencia a poseer y a la explotación del otro[25].

Ahora, respecto al “celibato” y la “virginidad”, la castidad se coloca en otro nivel. De hecho, quien elige vivir en castidad – como el consagrado –, renunciando libremente al matrimonio y al ejercicio concreto de su sexualidad, lo hace por razones exclusivamente relacionadas con el llamado específico recibido: es decir, el llamado a elegir y seguir exclusivamente a Cristo; para dar testimonio de la primacía de Dios y la esperanza en los bienes futuros prometidos por él; para guiar y servir a los hermanos a fin que alcancen la salvación[26].

La razón y el fin de la castidad consagrada es, por lo tanto, el amor recibido de Dios y donado a los hermanos (caridad) por el bien verdadero de sus vidas. Este amor humano y sobre todo espiritual se desarrolla, purifica y perfecciona a través de un incesante proceso de conversión del egoísmo a la entrega, que se extiende a todas las etapas de la vida y tiende a abarcar todas las dimensiones de la persona (fisiológica, psicológica, social, moral, religiosa) (cf. Const. 172,1).

Esto atribuye a la castidad, más que un carácter ascético, sobre todo un carácter afectivo-oblativo, asegurando que la insensibilidad, la indiferencia, la intransigencia, el miedo, la pobreza y la mediocridad de los sentimientos no representen obstáculos para la libertad y la generosidad de la caridad[27].

Además, incluso con respecto a la esfera sexual, la vida de castidad no admite actitudes de desprecio, aversión, mortificación forzada o cancelación de la corporalidad sexual: la castidad es sobre todo una crítica de la tendencia indiscriminada a exaltar el cuerpo como fuente de sensualidad y seducción. Ella enseña que lo que emerge del cuerpo como un atractivo sexual no representa un derecho natural irrenunciable, sino que está sujeto a ser integrado en una relación más amplia y profunda entre las personas, basada en la apertura, el respeto, el diálogo, el acuerdo, la renuncia, la compasión, la solidaridad[28].

A partir de este discurso, queda claro de inmediato que la castidad puede entenderse, aceptarse y practicarse solo como una dimensión “de valor” (social, ético, religioso) o mejor aun “espiritual”, que la lleva a alcanzar propósitos que van más allá de la dimensión estrictamente natural e histórica del hombre, llegando a perfeccionarlo de acuerdo con esa única y fundamental dimensión que le permite volverse completamente humano: el amor.

Por el contrario, si se convierte en una expresión de desprecio a la naturaleza, de cierre hacia los demás, de autosuficiencia, de presunción, etc., la castidad asumiría más bien los rasgos de una coartación y falsificación de la vida afectivo-sexual sometida a una vacía autosatisfacción, capaz de conducir tarde o temprano a la persona a comportamientos egoístas ambivalentes y extremos[29].

Más aun, elegir la castidad consagrada no significa negar necesidades y deseos. Las necesidades son exigencias imprescindibles para la supervivencia y una vez satisfechas, se presentan de nuevo (comer, beber, cubrirse, descansar, cuidarse, etc.) para garantizar el equilibrio de la vida natural. Asociados a estos, hay además otros motivos que responden más al crecimiento de la persona en un sentido psicológico, social, moral y religioso que se denominan “deseos” (conocimiento, pertenencia, relación, cercanía-intimidad, paternidad-maternidad, amistad, amor, libertad, creatividad, comunión, servicio, fe, etc.): estos adquieren fuerza cuanto más se realizan. En este sentido, se puede decir que la castidad permite que los deseos humanos converjan y se eleven hacia los deseos de Dios, porque es inconcebible una vida verdadera sin deseos verdaderos[30]: sobre todo aquel de ser feliz.

El consagrado, también mediante el ejercicio de la castidad, sabe que puede ser una persona auténticamente feliz. Deriva su felicidad de aquello que es mejor y está destinado a durar, en comparación con lo que es mediocre y está destinado a pasar. Él sabe que esta felicidad es un don de la Palabra y del Espíritu: sin descuidar tener en cuenta las incertidumbres, dificultades, esfuerzos, renuncias y decepciones, es seguro que no puede haber otra belleza y riqueza que la de vivir en Cristo. Por esta razón, a través del ejercicio de una castidad equilibrada y fructífera, se abre con alegría y pasión a la escucha, a la conversión, al discernimiento, a la alabanza, a la comunión fraterna y a la caridad[31].

Expresarse adecuadamente en un sentido afectivo y conducir los impulsos de la sexualidad dentro de los límites de un equilibrio que consiente la entrega de sí mismo, hace de la castidad una fuente de vitalidad humana y espiritual, capaz de hacer renacer a sí mismo y a los demás[32].

En resumen, la castidad del consagrado representa la capacidad de acoger y manifestar - en las propias experiencias, relaciones y acciones - sin la estricta necesidad de otra mediación humana, un amor que solo puede derivarse de Dios: un amor capaz de crear lazos de profunda comunión y de materializarse en gestos de generosa donación, en vista del verdadero bien humano y espiritual del prójimo[33].

Sin esta conexión al amor de Dios, la vida de castidad está fácilmente sujeta a ser distorsionada, arriesgándose a ser reducida solo a una renuncia a la manifestación afectivo-sexual del consagrado. Por el contrario, la castidad, en lugar de limitar o alejar indebidamente la afectividad y la sexualidad del campo de las experiencias, las relaciones y las opciones de estilo de vida del consagrado, le permite más bien vivirlas y emplearlas de una manera decididamente rica y comprometida.

4. El compromiso de vivir la castidad consagrada: signos indicativos, exigencias y problemáticas

La vida de castidad abarca diferentes niveles de expresión de amor, integrándolos armoniosamente y orientándolos de acuerdo al horizonte de valores y de fe de la persona: el nivel fisiológico (eros, amor de deseo), el nivel social (philia, amor de compartir) y el espiritual (agape, amor de comunión-donación).

Para el consagrado, la castidad es fundamentalmente comprensible solo en razón del llamado a seguir a Cristo con un corazón indiviso y a cooperar voluntariamente con la venida del Reino en vista de la salvación de los hombres[34].

Aun considerando la importancia de estas razones esenciales, debe añadirse que la vida de castidad representa un compromiso que requiere particular cuidado y fidelidad. De hecho, la castidad consagrada necesita entrar en un proceso de maduración humana y de conversión-purificación espiritual, tendiente a acoger y manifestar la caridad en una medida cada vez más elevada[35].

En vista de la realización de este objetivo, el consagrado debe llegar a tener una certeza moral de que realmente podrá vivir la castidad al comprometerse desde el inicio a salvaguardarla y acrecentarla. Los signos indicativos de la voluntad de vivir la castidad están representados por la capacidad de: poseer suficiente autocontrol; observar la continencia sexual; saber cómo establecer y mantener relaciones maduras de familiaridad, participación, amistad y afecto con las personas; tener un acercamiento sereno al sexo opuesto; atender con sensibilidad y disponibilidad las necesidades y dificultades de los demás.

Por el contrario, son signos particularmente contraindicativos de la elección de la castidad: deficiencias continuas y graves en la esfera sexual; rigidez excesiva, obsesividad y compulsividad con respecto a la sexualidad; problemas en la orientación e identidad sexual; desviaciones del comportamiento sexual[36].

Habiendo comprobado la presencia de signos indicativos y descartado cualquier signo contraindicativo, aquellos que se disponen a elegir la castidad deben tener claras las exigencias y dificultades que conlleva, aceptando la lógica rigurosa de seguir a Cristo crucificado en vista de lo que será la participación futura en su gloria (cf. Const. 171,1).

En primer lugar, la castidad consagrada requiere una renuncia consciente y libre de: cultivar pensamientos, fantasías, lenguajes, conversaciones, intereses, hábitos, ocasiones, relaciones de fondo sexual; practicar el ejercicio voluntario de la genitalidad a través de actos autoeróticos y relaciones sexuales (heterosexuales y homosexuales) con otras personas; establecer y mantener relaciones emocionales-sentimentales exclusivas con otras personas, acompañadas o no de contactos físicos, incluso sin una participación sexual completa; poner en acto el matrimonio y satisfacer el deseo de paternidad y maternidad (biológica o adoptiva)[37].

En segundo lugar, la castidad consagrada prevé que con el tiempo será posible experimentar momentos de prueba y crisis debido a las razones más diversas (falta de comunicación, soledad, preocupación, desánimo, tristeza, desacuerdo, conflicto, fracaso, sentido de culpa, etc.), que podrían cuestionar no solo la certeza de sostener el compromiso definitivo de castidad sino también el mismo llamado a la consagración. Estos momentos deben superarse mediante la confianza, la fortaleza, el compromiso espiritual, un mayor discernimiento, el apoyo y acompañamiento de personas capaces de escuchar y comprender, el redescubrimiento del valor de las relaciones fraternas, la fidelidad a los deberes cotidianos[38].

Para agravar el peso de la elección de la castidad, con claras repercusiones éticas, influye también el hecho de que, en general, la opinión pública no se muestra favorable a la castidad consagrada, tratando de minimizarla o devaluarla. Este es el resultado de la influencia nociva de una mentalidad cultural basada en el hedonismo, en la liberalización de las costumbres, en la exaltación del yo y en la negación de una visión moral-religiosa significativa que también incluya la dimensión emocional y sexual del hombre.

Además de presumir que la castidad constituye un rechazo de los valores humanos auténticos y legítimos[39], esta perspectiva declara que la castidad es una elección de vida que no puede proponerse a la persona porque supera sus posibilidades[40]. De hecho, también promueve la idea de que la elección de la castidad puede incluso causar daños físicos y psicológicos a quienes intentan practicarla. En realidad, este prejuicio debe ser disipado.

Vivir en castidad es posible y este hecho demuestra ante todo que de la afectividad y de la sexualidad no derivan necesidades irrenunciables. Por lo tanto – como ya se anticipó – puede elegir la castidad solo quien cree firmemente que ha sido “llamado a hacerlo” y, por lo tanto, “decide hacerlo” libremente: no solo en función de una suficiente madurez afectivo-sexual, sino por razones de alto valor espiritual apoyadas, por supuesto, en la intervención de la gracia. Nada se puede obtener sin un llamado a adherirse al profundo significado de este tipo de elección y de las condiciones que le son necesarias. Es más, por el contrario, pueden presentarse varios problemas.

De hecho, querer insistir en emprender la elección de la castidad, sin lo dicho anteriormente, en primer lugar, puede afectar el equilibrio de la persona al inducir, por ejemplo, estados ansiosos, comportamientos obsesivo compulsivos, tensiones agresivas, escaso control de los impulsos, compensaciones, etc.

En segundo lugar, puede favorecer la aparición de formas enmascaradas de compromiso psicológico que tienden, por ejemplo, a: negar una relación difícil con la propia esfera afectiva y sexual, con la propia orientación o identidad sexual; asumir un estilo de vida individualista y utilitario; privilegiar la posibilidad de una vida en un contexto religioso que sea más fácil y segura que el matrimonio; delegar sus propias responsabilidades al Instituto al que se pertenece; asumir el papel de persona consagrada o sacerdote en cuanto capaz de una mayor escala social; etc. En tercer lugar, puede provocar impaciencia de aceptar la soledad emocional que normalmente caracteriza la castidad y que, sin embargo, se acentúa cuando la vida espiritual, las relaciones interpersonales y las actividades sufren serias repercusiones[41]. En este caso, se debe prestar atención las posibles compensaciones y desviaciones de tipo afectivo-sexuales (cf. Const. 171,3).

Hablando de posibles compensaciones y desviaciones, un tema que debe considerarse urgentemente con respecto a las dificultades que pueden surgir en la vida de castidad es sin duda la delicada relación del consagrado con los actuales medios de comunicación social, en particular internet y la tecnología digital, que pueden fácilmente exponerlo al riesgo de asumir hábitos inapropiados y dañinos (cf. Const. 171,3).

Actualmente, internet constituye una herramienta eficaz para que las personas se informen, eduquen, comuniquen, se relacionen y operen en cualquier ámbito de la vida. Le permite abrirse sin límites a los amplios escenarios de la realidad social, política, económica y cultural de hoy. Los consagrados también hacen uso de este instrumento como una conexión favorable con el mundo para conocerlo e interpretarlo, también a la luz del mensaje del Evangelio, respondiendo a las diferentes preguntas que presenta a la fe: incluso como medio para transmitir la misma fe.

Sin embargo, también se debe considerar que este medio de comunicación social masiva – junto con la televisión, el cine, la prensa, la telefonía, etc. – permite con particular facilidad acceder a innumerables contenidos y posibilidades relacionales inherentes al campo de la vida afectiva (contactos, entretenimiento, intercambios entre personas a través de las redes sociales) y sexual (consulta de información y material multimedia; intercambio de materiales de audio y video; navegación en sitios; contactos con el uso de chat eróticos; descarga y compra de material pornográfico; uso de servicios sexuales en línea; etc.)[42].

De esto se deduce lógicamente que el uso de internet representa un desafío exigente para aquellos que desean vivir su afectividad y sexualidad de forma madura y equilibrada: especialmente para el consagrado que está llamado a vivir la castidad. Veamos algunas razones que hacen que este desafío sea exigente.

En primer lugar, la posibilidad de utilizar las redes para uso del contenido e inicio de intercambios relacionados con la dimensión afectivo-sexual es fácil y prácticamente ilimitada. En segundo lugar, existe un riesgo muy alto de perder de vista el límite entre el conocimiento mediático sobre la afectividad y la sexualidad con fines educativos y el insidioso campo del erotismo y la pornografía virtual. En tercer lugar, las redes imponen a la atención de las personas estímulos afectivo-sexuales continuos (por ejemplo, transmitidos por la publicidad o la cultura del vestir) sin el más mínimo respeto por su libertad de conciencia. En consecuencia, el carácter extremadamente penetrante de este tipo de mensajes y contenidos provoca una considerable presión psicológica, que a la larga pone a prueba la capacidad de reaccionar ante su posible implicación.

Además, en personalidades particularmente frágiles o en aquellos que experimentan alguna forma de desánimo (dificultades comunicativas y relacionales, disgusto, conflicto, depresión, relación controvertida con la afectividad y la sexualidad, etc.) el uso compensatorio del internet con un trasfondo afectivo- sexual puede favorecer – especialmente con la ventaja del anonimato – comportamientos negativos como: aislamiento, cierre en un mundo irreal, evitar el contacto directo con la vida concreta, estrechamiento de las relaciones sociales ordinarias, falta de voluntad para el diálogo y la confrontación, delegación de las propias responsabilidades, la dependencia afectivo-sexual de la red, conducentes a la perversión[43].

Pero para cruzar al mundo de la afectividad y la sexualidad virtual de manera inapropiada, no basta pensar solo en situaciones de fragilidad o desaliento. Es necesario reconocer que a esto se puede llegar también a través de un interés desproporcionado de querer explorar arbitrariamente las propuestas del ciberespacio[44].

Hacer uso del internet es lícito e incluso necesario. El consagrado, como toda persona madura y responsable desde el punto de vista afectivo-sexual, debe saber cómo gestionar su relación con las redes, teniendo siempre en cuenta la racionalidad y la coherencia con la que toma la decisión de usarla, sin descuidar jamás la prudencia necesaria.

5. La castidad consagrada en relación con el discernimiento y la formación

La castidad consagrada es una disposición humana y espiritual que debe ser examinada a través de un discernimiento claro que conduzca al joven candidato a la vida religiosa, en particular a la vida franciscana, al conocimiento de su propia condición afectivo-sexual. Posteriormente, esta condición debe desarrollarse a través de un entrenamiento específico que lleve al hermano menor a expresar y manejar su propia afectividad y sexualidad dentro de la amplia gama de relaciones que caracterizan su consagración, especialmente en vista de la profesión perpetua de los votos[45].

En cuanto al discernimiento del joven candidato a la vida religiosa franciscana, además de la verificación de motivaciones estrictamente vocacionales, es muy necesaria la comprensión y evaluación de su perfil humano, en vista de la asunción personal del compromiso a la vida de castidad y también a la vida fraterna.

Para ello, es útil, en primer lugar, conocer profundamente al joven, su condición actual de vida y su historia, delineando al mismo tiempo el grado de madurez de su desarrollo afectivo-sexual.

Las herramientas a utilizar en este sentido pueden ser los siguientes: hoja de datos personales que contenga información general del candidato; currículum de estudio / trabajo; certificación médica sobre las condiciones psicofísicas actuales del candidato y una breve historia clínica sobre su desarrollo; certificación de antecedentes penales; historia personal / familiar del candidato (con especial atención a situaciones inherentes: adopción, deficiencias afectivas, maltrato, separación-divorcio de los padres, enfermedad física, trastorno mental, problemas de identidad, adicciones, duelo, ilegalidad, etc.); informe sobre el proceso de madurez cristiana y acompañamiento vocacional (iniciación y práctica de la vida de fe; formación moral; motivaciones de la elección religiosa; evaluación del resultado de experiencias previas en el seminario / otros institutos religiosos); cartas de presentación escritas por personas que pueden garantizar un conocimiento adecuado del candidato (párroco, maestro, director de la escuela, empleador, agente de pastoral, etc.); observación de la capacidad del candidato para adaptarse a la vida comunitaria durante el período de acogida en una fraternidad específica.

Durante la fase de discernimiento, es útil hacer uso de criterios que permitan evaluar primero el grado de madurez del joven candidato. Ellos son: nivel adecuado de desarrollo intelectual y evaluación crítica de la realidad; conocimiento realista, sana autocrítica y adecuada autoestima como persona; equilibrio entre la necesidad de ser reconocido, comprendido, querido, ayudado y la voluntad de reconocer, comprender, demostrar benevolencia y ayudar a los demás; preparación cultural adecuada; libertad y responsabilidad de decisión; sinceridad, coherencia y capacidad de atraer confianza; manejo equilibrado de impulsos (sexual y agresivo); tolerancia al conflicto y la renuncia; voluntad de entender y colaborar con otros; respeto por las reglas / normas sociales y valores morales (verdad, justicia, altruismo, perdón, etc.); apertura a la dimensión trascendente; integración de la historia personal / familiar en la propia experiencia humana y de fe.

La posibilidad de que en el perfil del joven candidato puedan confirmarse estos criterios permitiría consentir en gran medida que este sea admitido en el camino de la formación.

Durante la fase de discernimiento, se podría evidenciar además cualquier problema específicamente afectivo-sexual, representado por ejemplo por: deseos y miedos sexuales intensos; comportamiento sexual compulsivo (falta de control de impulsos, autoerotismo compensatorio); dependencia emocional; narcisismo; problemas relacionados con la orientación sexual (homosexualidad) y la identidad de género (no integración del sexo biológico con el psíquico); perversión, promiscuidad, abuso, pedofilia; dependencia de alimentos, alcohol, otras sustancias; tendencia auto agresiva. Tales problemas, que en principio no son compatibles con la elección de la castidad, deben considerarse cuidadosamente consultando el parecer de personas expertas.

En cualquier caso, si no se confirma un nivel suficiente de madurez humana y, sobre todo, si nos encontramos frente a los problemas afectivo- sexuales antes mencionados, es aconsejable disuadir al candidato de continuar su camino.

Habiendo en cambio comprobado la posibilidad de abrazar la vida religiosa franciscana, después de la fase de discernimiento preliminar, la formación del hermano menor, especialmente en la fase inicial (desde el noviciado en adelante), debe apuntar a un mayor conocimiento y ejercicio de su dimensión afectivo-sexual, sobre todo vinculándolo con el valor espiritual de la elección de la consagración (cf. Const. 172,3).

Para que se lleve a cabo en este sentido un proceso formativo adecuado, a fin de conducirlo con el tiempo a la profesión perpetua de votos, se debe ayudar al hermano menor en la formación inicial a dirigir su afectividad y sexualidad con mayor conciencia, libertad y responsabilidad. Esto prevé el desarrollo posterior de algunas capacidades peculiares[46].

5.1 Capacidad de conocerse más a sí mismo

Para llegar a un mejor conocimiento de sí mismo, en la fase de formación, el hermano menor debe ser encaminado a tener conciencia de haber madurado lo suficiente o de no haber madurado aún las siguientes características de su vida afectiva y sexual: respeto a la corporalidad; clara apreciación de la complementariedad entre hombre y mujer; capacidad de manejar impulsos sexuales y agresivos; relación integrada entre emociones, sentimientos y necesidades afectivas (cercanía, familiaridad, intimidad, compartir, apoyo, etc.); aceptación y autoestima; relación equilibrada con los demás (considerando la edad, nivel de desarrollo, condición, necesidades, dificultades, derechos, aspiraciones, etc.); disposición al diálogo, a confrontar, dejarse interrogar con serenidad, aceptar la corrección; capacidad de vivir de manera sencilla, con desprendimiento progresivo de las cosas; disposición para comprometerse, asumiendo responsabilidades hasta cumplirlas y colaborar con otros para alcanzarlas; conocimiento y estima de la diferencia cultural de los demás; fortaleza mental para enfrentar fatiga, pruebas, fracasos; apertura a los demás, ayudando a construir con ellos una atmósfera fraterna; aceptación de la soledad afectiva; disponibilidad para compartir tiempo y cualidades personales; uso correcto del rol desempeñado; relación proporcional entre intereses, aspiraciones personales y deberes comunes; conexión de la experiencia pasada con el presente, en vista del futuro; coherencia con los valores de referencia y con el significado de la elección del estilo de vida; etc.

5.2. Capacidad para prever y enfrentar eventuales dificultades en el ámbito afectivo-sexual

En la fase de formación, el hermano menor debe ser acompañado para prever y enfrentar cualquier dificultad que pueda afectar su dimensión afectivo-sexual sin minimizarlas o descuidarlas, más bien decidiendo de hecho superarlas, incluso a través de una ayuda externa.

Además de las ya mencionados hasta ahora, se puede hacer referencia a otras dificultades inherentes en la esfera de la afectividad y la sexualidad: búsqueda del placer como compensación por las dificultades en las relaciones o en las situaciones de la vida; ignorancia, prejuicio, miedo, vergüenza, desprecio, represión forzada, exclusión de la conciencia en relación a la sexualidad (con riesgo de pérdida del control); inclinación a favorecer las propias necesidades; dificultades para identificar y tener en cuenta la condición del otro (libertad, necesidades, derechos, aspiraciones, penurias, etc.); tendencia a justificarse, criticar, a querer prevalecer; uso arbitrario del rol para obtener asentimiento, control, ventaja; adicción sexual (adicción cibersexual) inducida por el uso indiscriminado de internet, redes sociales, etc. incapacidad para considerar de manera realista las solicitudes derivadas de la asunción continua del compromiso de vivir la castidad.

5.3 Capacidad de ser responsable de las propias acciones

En tercer lugar, durante su proceso formativo, el hermano menor debe ser guiado para madurar aún más la capacidad de ser responsable de sus propios actos afectivo-sexuales. Este proceso de madurez requiere que tenga una conciencia / control cada vez mayor de su dimensión afectiva y sexual, teniendo en claro que las consecuencias de sus actos son atribuibles solo a él. Para esto es necesario proporcionarle de antemano todas las explicaciones necesarias acerca de: el significado y la dinámica de la afectividad y la sexualidad; la orientación correcta que debe adoptar afectiva y sexualmente en la relación con diferentes personas, como lo que requiere la elección de la castidad consagrada; las desviaciones que pueden ocurrir en la esfera emocional y sexual, considerando los posibles daños para él mismo y para los demás.

La conciencia de la propia fragilidad debe poner en guardia al hermano menor para no exponerse a situaciones que impliquen un riesgo en el campo afectivo-sexual, evitando así que estos actos degeneren en un escándalo que desacredite su figura, el valor de su testimonio y la eficacia de sus obras (cf. Const. 172,7).

5.4. Capacidad de crear y mantener buenas relaciones.

Finalmente, para mantenerse fiel a la elección de la castidad, el hermano menor en formación debe ser orientado a madurar aún más la capacidad de crear y mantener relaciones adecuadas tanto en la fraternidad como al exterior de ella: esta es la expresión más indicativa de una vida viva y de una sexualidad equilibrada, puesta en evidencia por algunas actitudes específicas de naturaleza afectiva y relacional.

Estas actitudes permiten, especialmente en la fase de formación, tomar el pulso de la capacidad relacional del hermano menor, evaluando su estilo comunicativo y el grado de crecimiento en el establecimiento y mantenimiento de lazos fraternos. Examinemos brevemente estas actitudes, que indicaremos de acuerdo a una doble polaridad (“positiva-negativa”), haciendo uso de una contribución bien conocida sobre el tema[47].

a) Confianza (vs. defensa). Una actitud de confianza surge ante todo de una percepción positiva de uno mismo y del otro. La confianza genera serenidad, elimina el miedo, hace posible el encuentro. Es una especie de fe y esperanza que permiten compartir con los demás lo que se es y lo que se tiene (en términos humanos y espirituales), sin preguntarse qué ganancia o pérdida puede derivar de ello. La confianza también hace posible una construcción continua de la relación, ya que facilita la apertura a aspectos siempre nuevos y creativos en la relación.

En cambio, una actitud permanente de defensa (cierre, reacción) en la relación indica, ante todo, la falta de un conocimiento claro de uno mismo y del otro, además de una incapacidad para desconectarse de la percepción del propio límite y del límite del otro. Defenderse es una señal de falta de voluntad para: querer involucrarse en la relación teniendo en cuenta los aspectos críticos de sí mismo y de los demás; tener que salir de la seguridad propia; tener que enfrentar la posibilidad de no ser entendido, aceptado, correspondido; esforzarse más en dar que en solo recibir. Cerrarse en actitud defensiva implica una profunda necesidad de autoconservación, condicionada por el carácter espontáneo de nuestras emociones profundas (ira, miedo, tristeza). Sin embargo, la práctica de una actitud continua de reserva y distancia en la relación con el otro (a veces hasta de desconfianza) solo aumenta aún más la incertidumbre personal, causando dificultades mutuas.

b) Aceptación (vs. juicio). Aceptar y apreciar al otro representan actitudes que fomentan el renacer de su valor personal. Significa acogerlo en su propia realidad, por lo que es, en su singularidad y unicidad. La aceptación no clasifica al otro en esquemas, sino que tiende a escucharlo y comprenderlo con empatía. Respeta sus pensamientos, sentimientos, voluntad, aspiraciones, condición (con sus éxitos y fracasos), etc. También tiene en cuenta la libertad que tiene el otro de cometer errores, aunque sin justificarlo. Reconoce la riqueza de las cualidades expresivas del otro, incluso cuando el otro no sabe que las tiene.

Reconocer el valor del otro sin temor es una acción de gran coraje y humildad porque presupone una descentralización continua de uno mismo, haciéndose lugar de referencia de la propia autoestima.

En cambio, aquellos que continuamente se dejan guiar por una actitud de juicio, o incluso de prejuicio, miran a los demás a través de la lente rígida de su propia forma de ver, como si esta fuera capaz de abarcar la complejidad de la realidad. Esta actitud es típica de aquellas personalidades que permanecen ancladas a sí mismas, a principios y visiones irreducibles que no saben o no quieren poner en discusión. Esta se encuentra en personas dominadas por la inseguridad, la ira, la presunción, el desprecio, el sentido de superioridad, de perfeccionismo, de legalismo, etc. Esta posición relacional hace que sea particularmente difícil comunicarse, dialogar, llegar a conclusiones y compromisos comunes, pero sobre todo favorecer la cercanía.

c) Igualdad (vs. superioridad). Quien asume una actitud de igualdad con respecto al otro generalmente muestra que no está vinculado a la preocupación de defender su imagen o función, ya que de hecho no se identifica con ellas por completo. En cambio, está más interesado en el contenido, los valores y los objetivos de la relación. La paridad indica sobre todo la capacidad de alineación y comprensión de una persona que sabe cuestionarse a sí misma; no posee verdades inquebrantables para afirmar o defender; no tiene respuestas definitivas; reconoce sus propios derechos y deberes y los de los demás; sabe cómo comprometerse a colaborar con los demás, confiando que de esta manera se pueden lograr mejores resultados.

La actitud de superioridad es el resultado de una sobrevaloración de las propias cualidades personales, de las propias habilidades, del proprio rol, de la propia actividad, de los propios resultados, de la propia experiencia, etc. La superioridad pretende tener un poder de juicio, selección, redimensión, marginación y control del otro. Las personas que sufren las consecuencias se sienten devaluadas, ofendidas, impedidas, explotadas: privadas de su derecho a pensar, sentir, expresarse, tomar decisiones y elegir. En consecuencia, esta actitud conlleva la insostenibilidad y la degeneración de la relación. Ejemplos específicos de superioridad están representados por el desprecio, la ironía o la crítica despectiva.

d) Empatía (vs. indiferencia). La empatía consiste en acoger la vivencia del otro con una actitud de identificación y comprensión. Ella permite abrirse a cuanto concierne a la realidad del otro (identidad, historia, condición de vida, cultura, horizonte de valores, pensamientos, experiencias, decisiones, experiencias, problemas, expectativas, etc.). Más que conocer y entender, la empatía es precisamente una “comprensión”, una capacidad sensible de acoger e intuir al otro al hacer contacto con su profunda subjetividad.

La indiferencia es, en cambio, una grave expresión de desinterés, indisponibilidad, desprecio, rechazo hacia el otro. Representa una real y propia negación de su misma presencia, incluso antes que de su valor. A diferencia de la relación de amor – o, desafortunadamente, de aversión – en la que el otro es digno de consideración, la indiferencia es la negación de esta posibilidad.

e) Espontaneidad (vs. manipulación). La persona que sabe relacionarse de manera espontánea hace ver su capacidad de ser auténtico y sincero. No coloca barreras entre sus intenciones y la posibilidad de compartir en forma clara y coherente. Aunque no es posible hacer todo de dominio público, la espontaneidad no tiene motivos ocultos ni actúa con doblez. Sigue siendo fiel a lo que en la relación se llegó claramente a compartir y sobre el que se llegó a un acuerdo, incluso a costa de sacrificar sus intereses personales.

Quien hace uso de la manipulación dentro de las relaciones se mueve a través de la ambigüedad, el engaño, el compromiso, la adulación, la alabanza, la seducción, la victimización, el falso arrepentimiento, etc. empleando la relación como una especie de hábil disfraz, utilizada para sus intenciones personales. Este evita la confrontación clara y utiliza el razonamiento para dar paso a connotaciones y propósitos poco claros. Al final, no demuestra coherencia entre la palabra dicha y el comportamiento manifestado. Frente a una persona manipuladora, uno no puede ser espontáneo y capaz de confiar: una sensación de incertidumbre traspasa la relación, generando considerable desconfianza.

f) Flexibilidad (vs. inflexibilidad). Demuestra flexibilidad aquel que tiende continuamente a crear un equilibrio en la relación siendo consciente de la complejidad de sí mismo, de los demás y de las situaciones. La persona flexible, a pesar de tener su propia perspectiva, no la absolutiza, sino que se esfuerza por comunicarla y compartirla, acogiendo preferiblemente la de los demás y promoviendo junto con ellos una búsqueda común de sentido. Por lo tanto, la “verdad” de las cosas (desde un punto de vista estrictamente humano) solo se puede alcanzar a través de la síntesis compartida de conocimientos y experiencias, sin perjuicio del carácter absoluto de los valores de referencia. Entonces se puede comprender bien cómo el camino hacia la verdad implica necesariamente el de la comunión.

La inflexibilidad relacional es típica de una persona que ve en la relación y en el encuentro con los demás un peligro a su integridad. Impaciencia, intolerancia, autoritarismo, dogmatismo, fundamentalismo, presunción, búsqueda de consenso, miedo al cambio, control de personas y situaciones, etc. son solo algunas de las actitudes que distinguen lo que en el fondo representa un problema emocional complejo: es decir, la incapacidad de abrirse a la diversidad y la riqueza de los demás. De hecho, aunque esta actitud parece referirse específicamente a la difícil aceptación del punto de vista de los demás, en realidad ella se extiende a la aceptación general del otro como tal, con repercusiones evidentes en la vida de caridad. Por lo tanto, es obvio que en algún momento la relación se vuelve difícil, si no francamente conflictiva o destructiva.

Relacionarse con la diversidad y la riqueza del otro es un impulso dinámico hacia la integración madura de nuestro conocimiento, afectividad, sexualidad, voluntad y socialización, a niveles cada vez más elevados. Es una defensa contra la terquedad estéril del pensamiento absoluto, la autosuficiencia, el aplanamiento de las necesidades básicas. Al final, ella restituye el valor a nosotros mismos, cuando crecemos en el cuidado del valor del otro.

El ejercicio de estas actitudes afectivas y relacionales no siempre es fácil. Ello requiere una disponibilidad particular a la revisión personal y una voluntad determinada de crecimiento, basada en profundos impulsos afectivos y sobre todo espirituales. Una persona que quiera perfeccionarse en su capacidad de establecer y mantener relaciones verdaderas con otros muestra que quiere alcanzar: un conocimiento claro y una aceptación serena de sí misma y de los demás; una participación emocional mayormente positiva que excluye el miedo y el abuso; un deseo de construir la comunión a través de gestos de reconciliación, manifestando el amor fraterno mediante actos de generosidad.

En el contexto de la vida fraterna, las relaciones representan, por lo tanto, un campo de verificación y un mayor ejercicio de la capacidad que tiene el hermano menor – en razón de su afectividad – de acoger, comprender, mostrar benevolencia, ayudar a los hermanos renunciando al amor propio, en vista de poder esperar el eventual beneficio de la libre disponibilidad de los hermanos hacia él.

Precisamente es a través del amor y el servicio que los hermanos sabrán manifestarse recíprocamente como será posible sostener la vida de castidad. En este sentido, los ministros y guardianes siempre deben buscar la oportunidad de recordarlo a la fraternidad (cf. Const. 172,5). De esta manera, se establecerán las bases para desarrollar relaciones de amistad sinceras y significativas capaces de dar realmente plenitud a la vida (cf. Const. 172,6).

La amistad simple y alegre entre los hermanos es un recurso humano y espiritual necesario para salvaguardar y promover relaciones verdaderas; e incluso una prueba evidente de la fuerza unificadora del amor de Dios. Ella debe manifestarse a todos los miembros de la fraternidad, superando todo particularismo.

Las relaciones de amistad que el hermano menor tiene con personas fuera de la fraternidad también representan una oportunidad para examinarse y crecer afectivamente. Sin embargo, es importante que él mismo sea respetado por estas personas en su identidad y condición mientras él se dispone a ofrecerles apertura, escucha, comprensión, apoyo y experiencia espiritual, en base a expectativas y necesidades legítimas. Una incapacidad o dificultad a este respecto debe tomarse especialmente en cuenta, especialmente en las diferentes etapas del camino formativo, también en vista del futuro compromiso pastoral. En cualquier caso, lo que importa, en las relaciones internas o externas a la fraternidad, es tener cuidado de no atar a nadie a sí mismo o permitir que esto suceda por parte de los demás (cf. Const. 173,5).

Aquí no podemos dejar de mencionar también la triste posibilidad de que ocurran casos de abuso por parte de personas consagradas: además de ofender gravemente la castidad, son sobre todo perjudiciales a la dignidad, la libertad y la integridad de las personas más débiles, especialmente los niños y los adultos vulnerables. Este tipo de actos, que constituyen una forma grave de violencia cometida mediante el uso de la propia autoridad y con miras a una autosatisfacción egoísta, causa un considerable sufrimiento físico y psicológico; este ocurre después de una incitación inicial e insidiosa, que eventualmente también se asocia con la explotación ilícita de las víctimas (como lo demuestra, por ejemplo, la producción de material obsceno que puede usarse en privado o en línea). En este sentido, la presencia vigilante de los superiores, así como de todos los demás miembros de la fraternidad, es muy necesaria para poder intervenir clara y decisivamente en estos y otros casos (cf. Const. 172,7)[48].

El hermano menor que ha emitido la profesión perpetua de votos debe continuar profundizando y examinándose aún más, en el contexto de la formación permanente, acerca de la dimensión afectiva y sexual, procurando integrarla cada vez más junto a los demás componentes de su persona (corporeidad, emotividad, pensamiento, voluntad, socialización, horizonte de valores morales-espirituales, etc.).

Además, no debe definitivamente pretender – como ya se mencionó – excluir completamente de la conciencia su afectividad y su sexualidad al suprimirla con fuerza (con la consecuencia de activar tensiones que implican una carga psicológica y un riesgo relativo de incurrir en situaciones contra la castidad); ni puede comportarse indiscriminadamente desde el punto de vista afectivo y sexual con la espontaneidad de quienes consideran que todo es “completamente natural”.

Por el contrario, el hermano menor al someter permanentemente su afectividad y sexualidad al control – consciente, libre y responsable – de las otras dimensiones de la personalidad se remite con interés y disposición a los valores, condiciones y medios de la vida espiritual y de consagración para que juntos le confirmen los límites y directrices.

Todavía vale la pena agregar que, para continuar vinculando con claridad y consistencia la dimensión afectivo-sexual a la elección de la castidad consagrada, el hermano menor de votos perpetuos debe saber que este proceso nunca se detiene y que puede proseguir solo si existen fuertes motivaciones espirituales vividas con autenticidad. Solo así es posible disponerse una y otra vez a enfrentar y superar los reclamos persistentes de los impulsos instintivos que nunca disminuyen, mientras que, por otro lado, continúan cumpliéndose con libertad e intensidad las exigencias de la caridad. Todo esto requiere la participación conjunta y la profundización constante de la vida espiritual, fraterna y apostólica.

En la vejez, el hermano menor llega a una mayor estabilidad y redimensión esencial de su existencia, también debido al hecho de que se producen cambios físicos y psíquicos inevitables.

Desde el punto de vista afectivo, puede ser más propenso a asumir actitudes de individualismo, rigidez, terquedad, relajación, regreso al pasado (arrepentimiento y nostalgia), etc. mientras se ve obligado además a aceptar la separación inevitable de lugares, roles, responsabilidades, actividades y, sobre todo, personas con las que ha desarrollado vínculos importantes.

Esta fase debería conducirlo a la llamada “segunda conversión”, caracterizada sobre todo por una unión más intensa y constante con Dios y también por una relación pacífica y simple con los hermanos – especialmente los más jóvenes – con quienes puede compartir los frutos de su madurez humana y espiritual. Mantenerse fiel a la castidad consagrada en este período significa, entre otras cosas, seguir testimoniando la alegría derivada de haber vivido plenamente el amor indiviso por Cristo, donándolo así sin reserva a los hombres.

6. Los medios humanos y espirituales para proteger la castidad consagrada

Existen medios de diversa naturaleza que, adecuadamente asociados entre sí y empleados activamente, permiten al hermano menor salvaguardar su vida de castidad, evitando, por un lado, el riesgo de ignorar este voto y, por otro, contribuyendo a fortalecer su integridad. Son medios de carácter humano y espiritual (cf. Const. 171,3).

6.1 Medios humanos

Los medios humanos representan estrategias que se sirven de la razón y la voluntad para proteger la dimensión afectiva y sexual del consagrado de posibles desviaciones, siempre particularmente expuestas a la fragilidad. Consideremos algunas de las estrategias más útiles.

Evitar situaciones de riesgo. Las situaciones, que ponen en grave riesgo la elección de la castidad y que, por lo tanto, deben evitarse, son, en primer lugar, aquellas “próximas”. Estas deben mantenerse bajo un control particular porque, debido a su naturaleza intrínseca, conllevan una probabilidad inmediata y significativa de que la persona ignore el voto de castidad, lo que le permitiría dejarse sorprender por la llegada repentina de un estímulo cuya intensidad es totalmente superior a sus fuerzas.

Las situaciones de riesgo “remotas”, aunque no causan particular preocupación en el momento presente con respecto a la castidad, son por su naturaleza tales que conducen gradualmente a crear situaciones “próximas” o se expone a tales situaciones.

Las situaciones de riesgo “próximas” o “remotas” varían de un sujeto a otro, según lo que signifiquen o por su intensidad, e incluso pueden revertirse. Cada uno, por experiencia propia, sabe de hecho cuáles podrían ser. En todo caso, rechazar con decisión firme e inmediata - pero en forma serena - tales situaciones, tan pronto como se presenten a la conciencia, representa la mejor manera de deshacerse de ellas sin consecuencias.

Custodia de los sentidos externos y los movimientos afectivos internos. Los estímulos que pueden representar un riesgo a la vida de castidad pueden ser particularmente inducidos por el uso poco responsable de los sentidos perceptivos externos, incluidos la vista y el tacto.

Los estímulos sexuales fluyen hacia la conciencia a través de la vista, potenciando la imaginación y causando una reacción inmediata de la función sexual. Lo mismo también se aplica con respecto al tacto, que sin embargo puede desencadenar reacciones sexuales más inmediatas y no siempre fáciles de manejar, ya que las áreas del cuerpo caracterizadas por una mayor sensibilidad se estimulan directamente a través del tacto.

Una equilibrada disciplina de los sentidos externos disminuye la posibilidad de verse comprometido por la cualidad e intensidad de los estímulos de naturaleza sexual, lo que facilita el control de los mecanismos biofisiológicos de la sexualidad que siempre permanecen poderosamente activos.

Es necesario, sin embargo, considerar que a veces estos mecanismos pueden activarse sin la contribución de la voluntad de la persona y, en cualquier caso, por razones totalmente legítimas que conciernen a la relación habitual que la persona mantiene con el mundo social y con su propia dimensión corporal (higiene, cuidado, etc.). Desafortunadamente, la cultura mediática de hoy impone demasiadas situaciones de estímulo de naturaleza sexual que, como ya se mencionó, hacen que sea decididamente difícil custodiar la castidad.

En lo que respecta a la afectividad, es aconsejable tener especial precaución en las relaciones con otras personas. Respeto, delicadeza, discreción, privacidad, modestia, pudor, prudencia, autocontrol, etc. – aun en la simplicidad y espontaneidad de aquellas que deben ser las expresiones de apertura, benevolencia y amistad hacia los demás – son solo algunas actitudes útiles para mantener el campo de los sentimientos libre de imprevistas e indebidas implicaciones.

Esto es particularmente cierto con respecto a la relación con personas del sexo opuesto. De hecho, la racionalidad y prudencia sugieren que una familiaridad o simpatía excesivamente expresada – más o menos conscientemente – en las relaciones con personas del sexo opuesto no siempre permanece sin consecuencias. La persona humana y espiritualmente madura tiene una clara conciencia de ello y, en consecuencia, sabe cómo debe comportarse, sin tomar distancias rígidas y marcadas en este tipo de relaciones.

Equilibrio en los hábitos de vida y en la alternancia entre descanso y actividad. Está comprobado por la experiencia (especialmente del ascetismo) que el equilibrio en los hábitos de vida (y también en la relación con ciertas emociones) – conocido con el término “templanza” – aporta una ayuda favorable a la vida de castidad, porque fortalece la voluntad de la persona a través de la satisfacción moderada de ciertas necesidades (como las relacionadas con el uso de alimentos, bebidas u otros géneros) pero también a través del dominio de ciertos estados emocionales (como la ira).

Además, el cuidado de la correcta alternancia entre el descanso, necesario para recuperar la fuerza, y la actividad, esencial para hacer fructífera y significativa la elección de vida, es igualmente conveniente para salvaguardar la castidad. Por el contrario, esta última se ve debilitada en gran medida por la pereza y la superficialidad en la realización de las tareas, que conducen a disipar el tiempo y la energía sin lograr resultados oportunos; así como del activismo desenfrenado que a la larga puede provocar fatiga excesiva, pérdida de interés y pérdida de motivación al compromiso (burnout) en las diversas áreas de la vida cotidiana (vida espiritual, relaciones fraternas, formación, servicio, etc.).

En estos casos, la elección de la castidad puede verse afectada por el hábito de compensar el malestar causado por un estilo de vida vacío, carente de eficacia y agotador recurriendo al alivio momentáneo y estéril del placer sexual.

Además de lo ya dicho, para proteger la castidad pueden influir positivamente aquellas ocasiones relacionadas con intereses e iniciativas personales de relajación (deportes, lectura, actividades artísticas (pintura, música), momentos de fraternidad, eventos culturales, viajes, etc.) que permiten recuperar la serenidad y enriquecer el espíritu.

6.2 Medios espirituales

Los medios espirituales para salvaguardar la castidad consagrada son igualmente e incluso más necesarios que aquellos humanos. Confiar en estos medios significa, por un lado, no confiar en la capacidad limitada de la persona; y, por otro lado, creer antes que nada que la virtud de la castidad es ante todo un don de Dios. Por lo tanto, resulta obvio que este don puede ser aceptado, sostenido y preservado de manera especial a través de la intervención continua de la gracia, a fin de que pueda corresponder efectivamente a su naturaleza y finalidad (cf. Const. 171,4). Consideremos los principales medios espirituales para preservar la castidad.

Vida litúrgica y sacramental. El compromiso constante con la vida litúrgica y sacramental preserva y promueve la castidad, permitiendo a la gracia divina de intervenir con transparencia y fuerza. Este empeño permite en primer lugar tener una visión más clara y profunda del panorama completo de la fe e intensifica la experiencia de Dios a través de un camino de purificación y progresiva transfiguración. El aumento de interés y el fervor espiritual que se deriva de él permite sin duda alguna un influjo beneficioso sobre la voluntad, por lo que mientras se advierte un deseo más intenso de permanecer en íntima comunión con Dios en Cristo – a fin que se puedan recibir los dones y se acepten las plegarias – al mismo tiempo, es posible dominar los llamados de la sensualidad y otras tendencias egoístas, haciendo uso de la luz y el consuelo que el Espíritu Santo puede aportar a la naturaleza humana.

Los medios de los cuales dispone la vida litúrgica y sacramental para salvaguardar y sostener la castidad son diversos: la recitación de la liturgia de las horas, la oración mental, la meditación de la Palabra (lectio divina), la lectura espiritual y el estudio teológico (documentos magisteriales, textos de hagiografía y espiritualidad, escritos de santos y fundadores, ensayos teológicos, etc.), la participación en la Eucaristía, la recepción del sacramento de la Reconciliación, los ejercicios de piedad (Santo Rosario, Vía Crucis). La adoración eucarística está particularmente indicada en este sentido (cf. Const. 171,2).

La experiencia del amor de Dios a beneficio de la vida de castidad está fundamentalmente asegurada por la vida de oración (comunitaria y personal). Esta última crea un profundo contacto y diálogo interior con Dios que implica apertura, intercambio y disponibilidad a la gracia de la Palabra y el Espíritu Santo. A través de la recitación asidua de la Liturgia de las horas, que consagra y santifica el tiempo diario, el corazón se eleva emocional y espiritualmente a Dios con acción de gracias, alabanza, invocación, arrepentimiento, confianza, esperanza, al tiempo que el compartir su intenso y fiel amor renueva el propósito de anunciarlo y servirlo todos los días[49].

La escucha de la Palabra es, para la castidad, la forma en que la conciencia aprende lo que significa amar y vivir solo de la voluntad del Padre, como Cristo testimonió y enseñó en el Evangelio (cf. Jn 4, 34). Después de todo, cada relación de amor es una experiencia de conocimiento y participación. La Palabra es la manifestación de las intenciones y los anhelos del amor de Dios: ella debe ser acogida y transformada en un intercambio apasionado, de correspondencia y fidelidad hacia él. El amor divino, acogido y vivido en la castidad, deriva entre otras cosas de la comprensión meditada y la resonancia íntima del valor de las palabras y ejemplos de Cristo, que capturan la mente y el corazón, despertando el deseo de unirse a él en el anuncio del Reino futuro. Todos los días, en un corazón casto, esta Palabra resuena más clara y fuerte revelando de una manera sin precedentes quién es Dios, qué dijo e hizo, qué pide hacer (con qué sentimientos y de qué maneras), a quién pide que lo haga, a favor de quiénes se haga[50].

La participación cotidiana en la Eucaristía representa ese vínculo espiritual que asegura que podamos mantener una constante comunión con Cristo, recurriendo a la profunda medida de su amor que renueva el don y el deseo de la castidad[51]. En la Eucaristía tiene lugar la relación íntima esponsal con Cristo, de donde fluye esa caridad que, a través de una vida casta, llega a todos con libertad y generosidad. En particular, la práctica de la adoración eucarística permite prolongar la intimidad espiritual con Cristo al contemplar su presencia, dialogando con él, reviviendo los dones de su amor, desarrollando la confianza y el deseo de realizarse más plenamente en este amor, que se hace principio de nueva vida para sí mismo y para los demás[52].

El sacramento de la Reconciliación permite la purificación del corazón de los efectos desfavorables del amor egoísta, que constantemente trata de recuperar lo que se le niega. Acercarse con frecuencia a este sacramento representa también una oportunidad para examinar la calidad del propio camino de conversión, maduración y fidelidad al amor verdadero que se revela a través del compromiso en la vida de castidad. Confiar en la misericordia de Dios nos enseña a vivir y amar de manera sensible, compasiva y libre. Recurrir al sacramento de la reconciliación - así como a la dirección espiritual - constituye una oportunidad invaluable para someter la elección de la castidad a un discernimiento cada vez más claro sobre los tiempos y las formas de lograr una mayor libertad interior, una riqueza de expresión afectiva en las relaciones fraternas y mayor apertura al amor sobrenatural[53].

Devoción a la Virgen María. Cultivar una devoción filial a la Virgen María, la Inmaculada Concepción, representa un medio espiritual muy efectivo para preservar y promover la virtud de la castidad (cf. Const. 170,2).

En primer lugar, con respecto a esta virtud, la Virgen María interviene en la vida espiritual como modelo ejemplar de consagración a imitar. La premisa fundamental de esto radica en el hecho de que la Madre del Señor, en primer lugar, representa aquella cuyo amor por Dios se transforma en ardiente deseo de corresponder en todo a su voluntad suprema, superando cada llamada adversa del mal y traduciendo en caridad la medida completa de gracia que fue derramada en ella (cf. Lc 1,28). De esta actitud de fondo se derivan las virtudes fundamentales que caracterizan la fisionomía espiritual de la Virgen: fe, humildad, obediencia, piedad, caridad, fidelidad, esperanza - y que contribuyen a que la castidad consagrada sea íntegra y fructífera.

En segundo lugar, la Virgen María interviene en la vida de castidad respondiendo con la ayuda de su intercesión materna. Particularmente mediante la oración del Santo Rosario, puede ser invocada para que – en virtud de la poderosa acción del Espíritu Santo – obtenga de los méritos de Cristo: la protección y fortaleza en momentos de tentación y prueba; confianza y abandono en Dios; la sensibilidad y el fervor en la vida de oración; la disposición a escuchar y poner en práctica la Palabra; el consuelo y paz del corazón; la satisfacción en la adquisición de virtudes y en el cumplimiento generoso del bien.

Ascesis. La castidad consagrada, en cuanto don a ser custodiado cada día, se apoya también en una disciplina ascética equilibrada, útil para alejar el riesgo de caer en el pecado derivado del egoísmo afectivo-sexual enraizado en la débil naturaleza de cada persona y provocado por condiciones adversas externas. Esta disciplina es particularmente necesaria para sostener y fortalecer en sentido sobrenatural la voluntad, lo que le permite un rápido y decisivo rechazo de la concupiscencia.

A fin que la voluntad sea sostenida y fortalecida para custodiar la castidad, es importante esforzarse en el ejercicio de algunas virtudes complementarias, cultivadas con la ayuda de la gracia y utilizadas de acuerdo con su función particular, como por ejemplo: la humildad (reconocimiento de la propia debilidad, evitando cualquier presunción); prudencia (sabiduría y previsión al tomar decisiones, evitando consecuencias negativas); obediencia (dependencia de una verdad y una autoridad que garantizan el bien); templanza (moderación para satisfacer necesidades / deseos legítimos y renunciar a deseos ilícitos), fortaleza (resistencia en las dificultades y situaciones hostiles), pobreza (esencialidad), fidelidad (respeto constante de una obligación hacia una persona o una decisión tomada)[54].

La dedicación en el servicio. El compromiso asiduo en el trabajo ordinario, en el ministerio, en las diversas actividades de servicio y apostolado acorde con la vida consagrada (manual, intelectual, asistencial, sacramental, de evangelización, etc.), llevado a cabo con competencia y responsabilidad, sostiene y preserva la vida de castidad a través de la manifestación de un “amor en acción” dirigido a todos. Este amor debe caracterizarse por la voluntad concreta y generosa de satisfacer con sensibilidad y competencia las legítimas necesidades físicas, materiales, humanas y espirituales de los hermanos.

Dejándose inspirar de esta perspectiva, la dedicación en el servicio implica: confianza y estima en las cualidades personales; satisfacción en el cumplimiento de los propios deberes; sentido de participación en el bien y la alegría de los demás; motivación adicional para que la propia actividad sea cada vez más calificada, intensa y fructífera. Esto solo puede despertar resonancias afectivas positivas, lo que lleva al desarrollo de una mayor comunión e interés por el prójimo (cf. Const. 172,8).

Es necesario además indicar que la dedicación en el servicio, en la medida en que puede beneficiar la castidad, puede representar una especie de cubierta – a veces enmascarada – de problemas emocionales y sexuales no afrontados y resueltos como, por ejemplo, al asumir un rol o desempeñar una tarea pastoral se tiende a controlar, dominar, ser antagónico, explotador, erigirse como protagonista, etc. Por el contrario, para llevar a cabo un servicio, que sea a la vez edificante y de ayuda a los demás, se necesita una auténtica y rica capacidad de amor humano y espiritual. En este sentido, la castidad consagrada puede entenderse, ella misma, como “anuncio”, “signo” y “proyecto” del amor de Dios por los hombres[55].

7. La castidad consagrada según el carisma franciscano

La profundización en el tema de la castidad consagrada no puede prescindir de la consideración del valor que tuvo para San Francisco, quien concibió la castidad no simplemente en términos de continencia o integridad. Para el Pobrecillo de Asís, la castidad representaba ante todo una virtud interior que se asemeja al término “pureza”: una condición del espíritu necesaria para poder “ver a Dios”, es decir, para tener una experiencia tan clara y profunda como para restituir novedad, intensidad, riqueza y bondad de vida a toda cosa[56].

En las Admoniciones XVI, inspirada en la frase del Evangelio «Bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios» (Mt 5,8), San Francisco considera que los “puros” son aquellos que “desprecian las cosas terrenales” – los vicios, pecados, la vida según la carne - para preservar intacto el amor de Jesucristo (cf. Rnb 22.5). Estos, por lo tanto, aspiran a las cosas celestiales convirtiéndose en adoradores, testigos y anunciadores de Dios a los hombres. Para los puros de corazón, Dios está en el primer lugar en la vida: en el centro de sus pensamientos, sentimientos, voluntades y acciones. Él es la luz suprema que desenmascara la mentira y la maldad del pecado que aleja al hombre de la Palabra y los mandamientos divinos, confundiéndolo con las vanas atracciones y egoístas preocupaciones del mundo (cf. Rnb 22,10-25).

Los puros de corazón, por lo tanto, se reconocen interiormente libres y disponibles para Dios. Lo adoran y le rezan con pureza interior, “en espíritu y verdad” (Jn 4, 23-24), alcanzando en virtud del Espíritu Santo la gracia de la familiaridad con él y la capacidad de entregarse de acuerdo a su voluntad (cf. LCap 6,62-64) superando el espíritu de soberbia, codicia y avaricia.

Por lo tanto, la castidad del franciscano es, en primer lugar, “pureza de corazón”: la capacidad de “ver” - creer, conocer, amar, adorar - al Padre en el Hijo, por medio del Espíritu Santo[57]. Ella es, por lo tanto, una disposición interior de permanecer en una relación íntima y apasionada con Dios, sobre todo en virtud de la oración, recogiéndose en esa “morada” secreta representada por el corazón mismo del hombre. Aquí – según la experiencia de San Francisco – el hermano menor vive en comunión con la Santísima Trinidad, de donde brota de manera sobreabundante el amor hacia Dios y hacia todas las criaturas con transparencia de expresión e intensidad de sentimiento. Este amor le permite redescubrirse como verdadero hijo y, por lo tanto, hermano “universal” (cf. Const. 173,1): ello representa el vínculo y la fuerza que le permitirán guiar con el anuncio y el ejemplo de vida a todos los hombres al Reino de Dios en Cristo (cf. Const. 173,3).

La “pureza de corazón” es particularmente evidenciada por San Francisco en relación con la Eucaristía. Es una disposición esencial del alma celebrar el misterio con fe y recibir con devoción la gracia del cuerpo y la sangre del Señor (cf. LCap 2,29-30), también asociada con la “pureza exterior” – a la castidad del cuerpo – de manera que todo el hombre, en su unidad de alma y cuerpo, se convierte en una ofrenda agradable a Dios, nunca exponiendo ninguna parte de sí mismo como instrumento para el pecado[58].

La “pureza de corazón” es también una alabanza a Dios, una exaltación de su bondad y misericordia, cuando se traduce en disponibilidad al plan de Dios sirviendo en la caridad a las criaturas, de acuerdo con esa solidaridad universal con ellas[59], que es propagadora de unidad y de paz.

En resumen, la vida de castidad del franciscano se caracteriza por esa unión con Dios que conduce a la caridad y de esta a la construcción de la paz universal.

Pero la castidad del hermano menor es también una expresión de penitencia. San Francisco no deja de atribuir un carácter estrictamente penitencial a la castidad, lo que significa que la pobreza de espíritu y el ascetismo también deberían converger en ella.

Con razón se puede decir, contemplando a Cristo pobre, que la castidad es, de hecho, una forma de pobreza - es decir, de expropiación - considerándola, por lo tanto, ya como renuncia (al matrimonio y a los afectos familiares) ya como entrega del amor de Dios a los hermanos, sobre todo y en particular a aquellos en el espíritu: un amor delicado, modesto, simple, cortés, sincero, sensible, lleno de humanidad (cf. 1Cel 38)[60].

La ascesis, a la que se refiere la virtud de la castidad, es necesaria para que el tesoro de la comunión con el amor de Dios no se pierda debido a la fragilidad de la naturaleza humana, en la cual, no obstante, se encuentra preservado. La mortificación de los sentidos y el rechazo de las malas inclinaciones constituyen las tácticas ganadoras para frustrar cualquier ataque de la sensualidad. En relación con esto, San Francisco demostró que siempre quiso mantenerse en una actitud de profunda humildad, sin presumir nunca de sí mismo (cf. Const. 173,2).

Como participación en el compromiso de construir la fraternidad universal, la castidad consagrada se caracteriza en la experiencia de San Francisco por la serena acogida de la figura femenina. Aunque el santo instruyó a los hermanos de acercarse a las mujeres con prudencia y por razones estrictamente relacionadas con su ministerio (cf. Rnb XII; Rb XI), sin embargo, tuvo hacia ellas una actitud caracterizada por el respeto, la delicadeza, la nobleza de corazón, la amistad sincera, el intercambio espiritual transparente[61]. Así, de hecho, se mostró de parte suya hacia Clara de Asís y Jacoba de Settesoli.

El hermano menor debe inspirarse en esta misma actitud de San Francisco comprometiéndose a reconocer a la mujer, que todavía hoy sufre discriminación e instrumentalización de parte del mundo masculino, esa dignidad y ese rol que en la Iglesia y en el mundo la hacen igual al hombre, aunque diferentes, por razón de sus cualidades específicas, en el modo de contribuir al desarrollo integral de la nueva humanidad (cf. Const. 173,4).

Verdaderamente la castidad consagrada, de acuerdo con la experiencia espiritual de San Francisco, conduce a una verdadera liberación y transfiguración del corazón. Para mantener la fe en esta posibilidad, es necesario considerar siempre los frutos espirituales a los que conduce: alabanza pura, oración llena de súplica, ejercicio unificado de las virtudes evangélicas, caridad activa sobre todo al servicio de los más pequeños (cf. Const. 174,1).

Todo esto, por mucha vigilancia y esfuerzo que requiera, solo puede depender de la acción libre e incesante del Espíritu Santo en el corazón de cada hermano menor y de cada fraternidad. Nadie ni nada debe impedir esta acción (cf. Const. 174,2).

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[Traducción del original italiano: hno. Alejandro Nuñez OFMCap]



[1] Cf. CONCILIO ECUMENICO VATICANO II, Decreto Perfectae Caritatis, 12

[2] Cf. Vázquez A., «Voti religiosi», en Aparicio Rodríguez A. - Canals Casas J. M. (ed.), Dizionario teologico della vita consacrata, Àncora, Milano 1994, 1961.

[3] Cf. Aparicio Rodríguez A., «Castità», en Aparicio Rodríguez A. - Canals Casas J. M. (ed.), op. cit., 220-221.

[4] Cf. Frattallone R., «Castità consacrata», en Russo G. (ed.), Enciclopedia di bioetica e sessuologia, Elledici, Leumann (Torino) 2004, 437.

[5] Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodale Vita Consecrata, 16.

[6] Cf. Aparicio Rodríguez A., «Castità», en Aparicio Rodriguez A. - Canals Casas J. M. (ed.), op. cit., 244-245.

[7] Cf. Ivi, 241.

[8] Cf. Ivi, 242.

[9] Cf. Ivi, 249-253.

[10] Cf. Frattallone R., «Castità consacrata», ibidem.

[11] Cf. Roggia G.M., «Verginità», en Russo G. (ed.), op cit., 1775.

[12] Cf. Ivi, 1776-1777.

[13] Cf. Ibidem.

[14] Cf. Aparicio Rodríguez A., «Castità», en Aparicio Rodríguez A. - Canals Casas J. M. (ed.), op. cit., 263.

[15] Cf. Padovese L., «Affettività», en Russo G. (ed.), op. cit., 46.

[16] Cf. Ivi, 47.

[17] Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, 64.

[18] Cf. Vidal García M., «Sessualità», en Aparicio Rodríguez A. - Canals Casas J. M. (ed.), op. cit., 1642-1643.

[19] Cf. Ivi, 1640.

[20] Cf. Aparicio Rodríguez A., «Castità», en Aparicio Rodríguez A. - Canals Casas J. M. (ed.), op. cit., 268-269.

[21] Cf. Vidal García M., «Sessualità», en Aparicio Rodríguez A. - Canals Casas J. M. (ed.), op. cit., 1640.

[22] Cf. Ivi, 1641-1643.

[23] Cf. Attard F., «Castità», en Russo G. (ed.), op. cit., 431.

[24] Cf. Ivi, 433.

[25] Cf. Ferasin E., «Celibato», en Russo G. (ed.), op cit., 443-444.

[26] Cf. Lumen Gentium, 42-44; Perfectae Caritatis, 12; Optatam Totius, 10; Presbyterorum Ordinis, 16; cf. también Frattallone R., «Castità consacrata», en Russo G. (ed.), op cit., 433-434; 436.

[27] Cf. Aparicio Rodríguez A., «Castità», in Aparicio Rodríguez A. - Canals Casas J. M. (ed.), op. cit., 262.

[28] Cf. Ivi, 254-255.

[29] Cf. Frattallone R., «Castità consacrata», en Russo G. (ed.), op cit., 432.

[30] Cf. Aparicio Rodríguez A., «Castità» en Aparicio Rodríguez A. - Canals Casas J. M. (ed.), op. cit., 270-271.

[31] Cf. Ivi, 266-267.

[32] Cf. Ivi, 264-265.

[33] Cf. Frattallone R., «Castità consacrata», en Russo G. (ed.), op cit., 434.

[34] Cf. Ivi, 434-435.

[35] Cf. Ivi, 437-438.

[36] Cf. Grisez G., Le condizioni per assumere rettamente il celibato, in Seminarium 1 (2002) 296-297.

[37] Cf. Vázquez A., «Voti religiosi», en Aparicio Rodríguez A. - Canals Casas J. M. (ed.), op. cit., 1961-1962.

[38] Cf. Frattallone R., «Castità consacrata», en Russo G. (ed.), op cit., 438.

[39] Cf. Ivi, 436.

[40] Cf. Ivi, 434.

[41] Cf. Ivi, 435.

[42] Cf. Bossi M., «Internet e sessualità», en Russo G. (ed.), op cit., 015.

[43] Cf. Ivi, 1016-1017.

[44] Cf. Ivi, 1018.

[45] Cf. ORDEN DE FRAILES MENORES CAPUCHINOS, Ratio Formationis, Roma, 8 Diciembre 2019, 86-87.

[46] Cf. Conferenza Italiana dei Ministri provinciali cappuccini, Progetto formativo dei Frati Minori Cappuccini italiani, Bologna, EDB, Bologna 2011, 45-81 (parte III).

[47] Cf. Franta H. - Salonia G., Comunicazione interpersonale, LAS, Roma 1979.

[48] Cf. CONFERENZA ITALIANA DEI MINISTRI PROVINCIALI CAPPUCCINI, Abusi su minori e persone vulnerabili commessi da religiosi. Linee guida per le Province della CIMPCap, Roma, Abril 2017.

[49] Cf. Ridick J., I voti. Un tesoro in vasi di argilla. Riflessioni psicologico spirituali, Edizioni Piemme, Casale Monferrato 2000, 178-179.

[50] Cf. Ivi, 174-175.

[51] Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita Consecrata, 95.

[52] Cf. Ridick J., op. cit., 177-178.

[53] Cf. Ivi, 179-180.

[54] Cf. Ridick J., I voti. Un tesoro in vasi di argilla. Riflessioni psicologico spirituali, Edizioni Piemme, Casale Monferrato 1983, 76-77.

[55] Cf. Aparicio Rodríguez A., «Castità», en Aparicio Rodríguez A. - Canals Casas J. M. (ed.), op. cit., 272-273.

[56] Cf. Izzo L., «Castità», en Caroli E. (ed.), Dizionario francescano, EMP, Padova 1995, 188-189.

[57] Cf. Ivi, 191.

[58] Cf. Ivi, 196-199.

[59] Cf. Ivi, 201-203.

[60] Cf. Idem, «Verginità», en Caroli E. (ed.), op. cit., 2159-2162.

[61] Cf. Idem, «Castità», en Caroli E. (ed.), op. cit., 2164-2166.

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